Associació per l'estudi i la difusió de la psicoanàlisi d'orientació lacaniana, fundada per Cecilia Hoffman. Quadern de bitàcola




martes, 9 de enero de 2024

El estrago materno: una cuestión estructural


Vanessa Postigo


“El deseo de la madre no es algo que pueda soportarse tal cual, que pueda resultarles indiferente. Siempre produce estragos. Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre. No se sabe qué mosca puede llegar a picarle de repente y va y cierra la boca.”


En la consulta, en la literatura, en el teatro; nos encontramos con sujetos que en algún momento hablarán de sus madres. Narradas, inventadas, ficcionadas, algunas voraces y otras ausentes, víctimas o verdugos, deprimidas o deseantes,… Todas las madres son susceptibles de recibir una queja de la boca de otra mujer (la hija) y más se podría decir, cuando la función del NDP está en declive y no sustenta la interdicción necesaria para que esa mujer que habita en una madre desee más allá del hijo/a. Se puede constatar en las custodias compartidas que se otorgan en los juzgados, muchas tipo “salomón” partiendo el tiempo de los hijos entre los partners en igualdad de condiciones, las madres/padres son lo mismo, borrando así la función de la madre y la función del padre. Las nuevas madres asoman de forma voraz, quieren tener a los hijos todo el tiempo, o darles todo cuando los tienen. Hay campo abierto para estragos devastadores.

 

Desde el psicoanálisis, el estrago materno se entiende como una cuestión estructural, fundante de la constitución subjetiva para el niño y para la niña, aunque el caso de las niñas va a ser especialmente tratado en este comentario. 


En “Algunas consecuencias de la diferencia sexual anatómica”, Freud plantea para la niña que el objeto sexual es primeramente la madre. Se llama fase de ligazón exclusiva y tiene una significación especial en la mujer. El complejo de Edipo tiene entonces una prehistoria en la niña. Esta fase pre-edípica llega a su fin cuando la niña descubre la existencia del órgano peniano. 


Ella nota el pene de un hermano o un compañerito de juegos, pene bien visible y de notable tamaño, y al punto discierne como el correspondiente superior de su propio órgano, pequeño y escondido; a partir de ahí cae víctima de la envidia de pene (...). Ha visto eso, sabe que no lo tiene y quiere tenerlo. (Freud, 1925 [1984], pág. 271)


Esta ausencia de pene en la niña es del orden de una privación más que de una castración. Y una de las consecuencias es que acontece el relajamiento de los lazos cariñosos con la madre, el reproche y la hostilidad, o también un deslumbramiento por la figura materna. En la privación acontece, además, la decepción de la niña, cuando va a buscar en el padre lo que la madre no le ha dado y este tampoco se lo da; es una doble decepción. “Eso” no puede ser satisfecho. Además, comenta Marie Helene Brousse en su artículo “Una dificultad en el análisis con mujeres; el estrago de la relación con la madre” a propósito de la referencia freudiana anterior: “Conviene dar al término “escondido” todo su peso. La niña lo tiene bajo ese modo y bajo ese modo del tener entra ella en la problemática de la feminidad, problemática que toca también a su madre. Los objetos preciosos de la madre están

escondidos: armarios cerrados, cajones secretos, objetos fuera del intercambio celosamente guardados por la madre para su propio goce.” Para su propio goce, el de ella, que tiene consecuencias en la relación con la hija y donde la madre queda como responsable de la falta en la niña y es sospechosa de gozar de ello; esto sería el estrago.  

En el Atolondradicho Lacan va a decir “…la elucubración freudiana del complejo de Edipo, que hace de la mujer pez en el agua, por ser la castración en ella inicial (Freud dixit), contrasta dolorosamente con el hecho del estrago que en la mujer, en la mayoría, es la relación con la madre, de la cual parece esperar como mujer más sustancia que de su padre.”


Es a la madre a quien la niña dirige su amor en primer lugar, como lo muestra la investigación freudiana. Y este amor que la niña dirige a su madre está teñido de la demanda de amor. Es la misma demanda que la mujer dirige más tarde al partenaire. En esta demanda se escucha algo de lo ilimitado del amor femenino que es un eco del goce femenino. El amor, como el odio, alberga intentos devoradores que se dirigen al ser, y sugiere que esta dimensión de “odioamoramiento” de la relación constitutiva madre-hija explica algo de este nexo. Esta demanda de amor cubre la pregunta por la feminidad. ¿Qué es una mujer? Pero no hay ningún significante que pueda responder por la feminidad. 


En Lacan, la falta del significante que caracteriza la feminidad es lo que determina la dificultad principal en la relación madre e hija. Del lado femenino, tenemos el no-todo, es decir, un conjunto que se define por su apertura, su infinitud. No hay un significante capaz de abarcar a todos los otros significantes como en el conjunto fálico. Es lo que Lacan ha llamado “estrago”. El estrago no es un síntoma, sino un efecto de lo real. Un estrago es entonces una devastación que no tiene límites y hay que tener en cuenta esta posibilidad cuando un hombre es la pareja de una mujer. 


En síntesis: para Lacan el complejo de Edipo sirve para orientarse en la estructura, pero no es suficiente con la salida hacia el padre, ya que la relación de estrago será con la madre. Y no porque le falte algo (el órgano), sino para que responda a la pregunta sobre la feminidad. 


Referencias: 

Lacan, S. XVII, p. 118

Lacan, Atolondradicho, “Los otros escritos”, p. 489

Marie Helene Brousse, “Una dificultad en el análisis con mujeres: el estrago de la relación con la madre”

Freud, 1925 [1984], p. 271

Freud, “Algunas consecuencias de la diferencia sexual anatómica”



COMENTARIO DE LAS OBRAS LITERARIAS


El estrago en las memorias de V. Gornick Apegos feroces


Por: Pilar Ruiz Gimeno


V. Gornik escribe unas memorias literarias articuladas sobre la mala relación con su madre. Si la mayoría de los apegos de la vida son circunstanciales o inadecuados, el de madre-hija es perenne y feroz. El amor y la admiración por la madre de la Vivian niña se transformaron en miedo y odio tras la muerte del padre al ver a la madre encerrada en su desesperación: “Me odias. Sé que me odias”... “No sé qué tiene contra mí, pero me odia”. “¿Pero, qué te he hecho yo para que me odies tanto?”


Vivian se situaba en el amor eligiendo hombres que la dejaban deprimida y paralizada tras la ruptura, como quedó su madre. Su conclusión es que el escritorio y no la resolución satisfactoria del amor podía ser su salvavidas. El sexo eran palabras oídas, hasta que sintió los efectos en su cuerpo al contemplar unas escenas reales. Cuando empezó a salir, la madre se convirtió en feroz guardiana de su sexualidad profiriendo palabras que impactaban en su cuerpo: “¿Qué te ha hecho? ¿Dónde? “Te lo has beneficiado, ¿verdad?”


El deseo de la madre se focalizó en el amor al marido; sin embargo, recordaba con satisfacción el tiempo en que había sido sindicalista activa y también, que su ilusión habría sido seguir trabajando para no depender de una paga, como una niña. Hizo todo lo posible para que la hija fuera a la universidad. Y ésta se labró una buena carrera profesional y ha sido activa feminista


¿En qué consistía la feminidad? Vivian se hizo mujer entre dos formas antagónicas de responder a la pregunta. La madre afrontaba la viudedad consagrada a la memoria de un hombre, hablaba del amor sublime; mientras, Nettie resolvió la suya siendo la ramera del barrio, además pretendía enseñarle cómo seducir y ser un buen partido. Vivian también creía necesario cultivar sus encantos; pero no veía razón para esforzarse en conseguir un marido para el futuro, ahora le interesaba hablar de libros y besuquearse. Vemos un desdoblamiento entre la mujer-esposa-madre y la toda-mujer. Éstas parecen tres salidas al nudo hombres-amor-sexo: la puta, la monja y la escritora. ¿Qué decir sobre el estrago de la hija?


Al final, Gornick afirma que su madre y ella eran mujeres con inhibiciones similares, unidas por haber vivido una dentro de la esfera de la otra casi toda la vida; pero que su antagonismo se había suavizado al crearse un pequeño espacio que le permitía creer que comenzaba y terminaba en sí misma. Este “pequeño espacio” es verdaderamente importante para no llegar a lo que Louise Glück escribió en Educación del poeta: “Incluso entonces, morir parecía una

metáfora patética para establecer una separación entre mi madre y yo”.


Podemos ver las huellas del estrago estructural:

1. En la demanda perenne de reconocimiento a la madre como forma de la demanda de amor.

2. En el reproche a la madre por no rehacer su vida; es decir, no ser mujer para un hombre vivo. No haberle mostrado la fórmula de la feminidad: qué tiene que hacer una mujer para que un hombre la ame más allá de la dimensión sexual.

La posición de la madre fue no ceder nunca en la defensa de su elección vital de amor o de goce: se situó como mujer de un sólo hombre y cuando éste murió se encerró con la pérdida. “Tú no lo entiendes” era la letanía de la madre, quien, sin embargo, con todas sus dificultades, transmitió a la hija valores o herramientas que le sirvieron para orientarse en la vida.


El estrago materno a partir del cuento de Almudena Grandes La buena hija


Por: Ester Astudillo


De entrada, el título nos lleva a preguntarnos: ¿Buena hija para quién? ¿Desde qué punto de vista juzgamos? Está claro, porque sale en el propio texto, que Berta, la narradora, es una buena hija en lo tocante a su madre y a la familia porque cumple su voluntad aun a su propia costa. Es la buena hija del saber popular que todas reconocemos. Sin embargo, desde el saber psicoanalítico no es una buena hija hasta que no rompe con su madre; y viceversa, la madre es una mala madre en tanto que no desea el empoderamiento de Berta, su separación ni su verdadera feminidad, su hacerse mujer.


El cuento La buena hija explora la dificultad de la relación madre-hija desde la orilla de la hija e indirectamente nos llama a cuestionar la razón de la existencia de los dobletes buena hija - mala madre y mala hija (o hija horrible) - buena madre, que aparecen cuando la voluntad de una y otra entran en contradicción y cada cual juzga que la ‘mala’ es la otra.


Berta, la protagonista del cuento, ¿está estragada? Sí, por supuesto, hasta el punto de desearle la muerte a su madre, destino nada extraño para las hijas de cualquier edad que están lidiando con el estrago. Estaba paralizada, incapaz de romper esa simbiosis característica del estrago. ¿Por qué esa dificultad? ¿Tan arduo es? Lo es, la ambivalencia es su rasgo característico. Lo vemos también claramente en las memorias de V. Gornick y en la otra relación estragante del cuento: la de Piedad, la criada pseudo-madre de Berta, con Eugenio, quien había de ser su ruina, pero a quien fue incapaz de dejar. La razón, la dependencia que se establece con el Otro primigenio, que suele ser la madre, y que estructura el patrón para las demás relaciones amorosas posteriores, especialmente los partenaires.


Lo interesante de este cuento es que para que se dé la evolución de sumisión a empoderamiento en Berta le es necesario recordar su historia a partir de un punto de partida diferente, recordar el amor de Piedad, semi-sepultado en la memoria, el más parecido al materno que conoció. De hecho, en el cuento progresivamente gana peso la hipótesis de que Doña Carmen nunca amó a Berta, y por eso la relegó a los aposentos del servicio: para no verla, para no tenerla presente. La convirtió en poco menos que Cenicienta. Hasta tal punto semejante al amor de madre fue el amor de Piedad que llegó a preguntarse un día si realmente no sería su hija en lugar de hija de Doña Carmen, como llamó a su madre por un tiempo. La de Piedad es la función madre. 


Hay una cierta inversión de roles en La buena hija: la criada ejerce de madre y la madre es

una extraña hasta el momento en que a Berta le toca ejercer de hija, de ‘buena hija’; o mejor dicho, de sirvienta, el rol que su madre-nevera, madre que nunca la amó, nunca la deseó (deseo de hijo), nunca le tuvo un lugar preparado (la relegó con el servicio), nunca le dio un lugar en el otro, le había reservado. En términos de la narradora tras su ‘epifanía’, ejercer de hija tonta, hija mansa.


Berta se ‘enamoró’ de Piedad como le toca a la niña enamorarse de su madre hasta que la defrauda; pero el idilio de Berta y Piedad no se trunca hasta muy al final, de muy adulta; resiste los embates de la falta y la castración porque no hay falo, no hay Edipo, no hay padre, ni nombre del padre, ni por tanto hay estrago. Sí lo hubiese habido, como sí lo hay cuando retorna al lugar que legalmente le pertenece en la familia, si quien se encargara de ella hubiera sido su madre en las condiciones en que nació. Efectivamente lo hay cuando regresa a la zona noble del hogar y descubre la falta de amor absoluto que su persona inspira en su familia, de forma destacable su madre, que tácitamente había acordado la conveniencia de asumir que Berta pertenece realmente al servicio y es hija ‘verdadera’ de Piedad. Pero Piedad es solo una sirvienta, y su amor es un amor comprado, sometido a los vaivenes de la vida, un amor condicional.


Un detalle curioso es que Berta hace de corre-ve-y-dile entre Piedad y el novio que está anunciado será su ruina, Eugenio, en un papel poco ortodoxo si Piedad fuera su madre de verdad. A Piedad y Eugenio los une un vínculo estragante también: ella lo sabe pero es incapaz de desistir y, en cambio, a quien deja es al novio de toda la vida y a Berta, precisamente porque, no siendo su madre ‘de verdad’, su amor no es incondicional, está comprado. Y eso es lo que Berta comprende al cabo de varias décadas: que por más que lo creyese y percibiese su amor incluso en su cuerpo, Piedad tampoco era su madre. Berta nació ya huérfana.


Así, el momento cumbre del cuento llega cuando Berta, rememorando el pasado y su ingenua sospecha infantil de que Piedad fuera su madre de adopción, se percata de su doble estrago: el de su madre verdadera por su falta de amor, y el de Piedad, a quien tomó por madre y quien la abandonó impunemente. Ese recuerdo le otorga la determinación de cambiar el curso de los acontecimientos, recuperar su antigua vida autónoma e independiente de adulta y dejar los cuidados de su madre en manos de profesionales, irse como Piedad se fue. “Ya no hay pérdida a la que enfrentarse, ni dependencia, todo está perdido ya: lo perdí cuando Piedad se fue hace tantos años, a los trece. No hay nada que perder haga lo que haga”. Así parece razonar Berta tras recuperar ese recuerdo.


De modo que actúa en consonancia, poco le importa ya lo que se queje su madre, o lo que puedan exclamar sus hermanos. Ella ya está más allá. Ha incorporado el estrago, no le duele su dolor. Nada puede superar el pesar de lo ya perdido, el duelo ya atravesado de la pérdida materna. En los demás ella nunca existió, los otros nunca tuvieron un lugar para ella. Quizás tampoco existió de verdad para Piedad –o no como ella creyó haberlo hecho.



 

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