Alín Salom
El
psicoanálisis no pretende curar, suprimir la vergüenza,
"desvergonzar" al sujeto. Como tampoco pretende
desculpabilizarlo. No pretende perdonarlo -que es lo que suele hacer
el amo, la religión- ni subestimar sus razones para sentir
vergüenza. Únicamente pretende desangustiarlo. ¿Por qué
esta posición en la cura? ¿Por apego a principios éticos? Hay más:
hay razones epistemológicas. Si el tratamiento reprime la culpa y la
vergüenza del sujeto, no entiende nada; no puede comprender el
síntoma en cuanto formación transaccional.
Vivimos
en tiempos de impudicia. Parece reinar un imperativo de exhibirse o
de mirar. De eso hay que gozar. Parece que todo se puede decir, todo
se puede contar, todo se puede mostrar, que la intimidad, la
privacidad, ya no existen. Tiempos de gran hermano… Tenemos la
impresión de asistir al ocaso del pudor; la gente parece más
desvergonzada que nunca. No obstante, la vergüenza no ha
desaparecido. Al contrario: sigue presente; incluso hay más
vergüenza que nunca, aunque la mayor parte de las veces permanece
inconsciente. Por un lado, hay un imperativo exhibicionista y
voyeurístico; es la era de los reality
show,
de una sociedad más o menos perversa. El reto de estos
shows,
su objetivo, es acabar sorprendiendo al sujeto, mostrar siempre más
de lo que se había llegado a mostrar, decir cada vez más de lo que
se había llegado a decir, mostrar hasta la indignidad, hasta
conseguir provocar la vergüenza propia o ajena. En definitiva, la
sociedad postmoderna goza de degradar al sujeto.
No
sólo hay vergüenza en los neuróticos. En los psicóticos
también hay mucha vergüenza; más vergüenza que culpa. Muchos de
ellos no se sienten culpables; es difícil que se sientan
culpables con su estructura. Atribuyen su enfermedad mental a la
genética, a la biología, a lo que sea. Pero sí que se sienten
avergonzados. Lo que llaman “estigma” a menudo es la expresión
de su vergüenza. De su vergüenza de no ser ‘normales’, no estar
a la altura de las exigencias de la vida o de la sociedad. Por su
“falta en ser”. La
vergüenza siempre tiene que ver con la falta en ser.
Los
adolescentes
también parecen abrumados
por la
vergüenza.
De no estar a la altura de las expectativas de sus padres, de la
escuela, de sus iguales… Sufren, no de falta en tener, sino de
falta en ser.
Hay
un profundo
sentimiento de indignidad en muchos:
en los parados, en los que no consiguen salir adelante, ganarse la
vida, los que no consiguen consumir, los que no logran su plus de
goce, los que no consiguen “triunfar”. Por ejemplo, en la
película Full Monty, hay un personaje que se queda en el paro y no
se lo dice a su mujer. Sale cada mañana de casa con traje y corbata
y no vuelve hasta que acaba el horario laboral.
En
esta sociedad, aunque hay mucha tolerancia y pocas prohibiciones,
pesan muchísimo los ideales y, en primer lugar, el ideal
narcisístico. Vivimos en la época de los ‘selfies’
y de los
orgullos, como el gay
pride,
“orgullo gitano”, hasta “orgullo creyente”. Por eso el
sujeto contemporáneo,
este sujeto que se hace selfies
y celebra orgullos diversos, es
más vulnerable que nunca a la vergüenza.
¿Qué
es la vergüenza? El DRAE dice: “turbación del ánimo ocasionada
por una falta cometida o por una acción deshonrosa, propia o ajena.
El Lexis
dice [definición de la “honte”]
más o menos: “indignidad que inflige un deshonor humillante;
sentimiento penoso de la propia bajeza, deshonor, rebajamiento
delante de los otros; sentimiento de malestar, provocado por la
timidez, la modestia, la falta de seguridad, el temor, etc.
En
el antiguo griego, el pudor, el sentido del honor, se decía “aidós”.
Los griegos le daban un lugar muy importante, veían en él la raíz
de la moral (ver el mito de Prometeo de Protágoras). La civilización
está asociada a la instauración del pudor, de la capacidad de
sentir vergüenza. No sólo la cultura clásica, sino también la
mitología oriental coloca la vergüenza en el origen: Adán y Eva
comen del árbol del conocimiento del bien y del mal y descubren de
repente que están desnudos. Son confrontados con su castración. Es
el grado cero de la moral, la pérdida de la inocencia a partir de la
cual son expulsados del paraíso, quedan separados del Otro, a merced
de la mirada del Otro.
La
vergüenza tiene que ver con la revelación de la falta en ser (más
que con la falta en tener) bajo la mirada de un gran Otro. ¿Por qué
con la falta en ser? El
sujeto está
taladrado
por un cuestionamiento ontológico:
¿quién soy?, ¿quién o qué debo ser?, ¿cómo justificar mi
existencia? Sabemos cómo intenta el pequeño neurótico responder a
la cuestión. Colocándose como el falo de la madre, encarnando el
objeto que le falta a ella -y también a él-, intentando colmar a la
madre y velar su castración. El
yo, la imagen especular, se construye sobre la base de una impostura
ontológica.
La vergüenza surge cuando cae la impostura. El niño descubre que no
colma a la madre, que su pene es insuficiente; la niña descubre que
no lo tiene. Cae el niño de su identificación imaginaria al falo.
Hay un momento de destitución subjetiva; cae la identificación
imaginaria, queda la castración al descubierto. Y encima también
queda al descubierto la impostura. La vergüenza es el descubrimiento
de la insuficiencia fálica bajo la mirada del Otro. Pero la falta en
tener redunda en falta en ser. La imagen cae, el sujeto queda
desnudo, castrado, aparece la vergüenza. No se trata de una mera
caída de semblantes. Hay mortificación, herida narcisística. La
vergüenza afecta el sujeto en el sentimiento de existir más
íntimo. La
vergüenza es la caída de la impostura del yo fuerte,
de aquel yo que se sostenía en una especie de selfie.
La vergüenza toca el sentimiento de existir. Confronta al sujeto con
su falta en ser. La vergüenza tiene poder de destitución subjetiva,
poder de melancolización del sujeto. El sujeto queda degradado, como
un desecho ante la mirada del Otro. La vergüenza tiene una dimensión
fuertemente imaginaria. Lacan coge el paradigma de la vergüenza de
El Ser y la
Nada de
Sartre. Un sujeto mira por el agujero de una cerradura hasta que
escucha de repente el ruido de unos pasos. Alguien lo ve espiando, lo
pilla en pleno goce miserable. Ahí es donde aparece el subidón de
la vergüenza. El que lo sorprende es un gran Otro, no hay duda. Un
Otro primordial que ve. El ojo de Dios en el cielo...
¿Qué
diferencia hay entre la vergüenza y la culpa?
No hay duda de que son parecidos. Forman parte de la misma serie.
Pero la vergüenza es un afecto primario de la relación con el Otro;
la culpa es un afecto más complejo. En la vergüenza, el Otro
primordial ve; en la culpa, el Otro habla y juzga. El Otro es
portador de los valores que el sujeto ha transgredido. La vergüenza
está en relación con el goce (toca lo más íntimo del sujeto); en
cambio la culpa está en relación con el deseo. En la vergüenza hay
un desfallecimiento del lado del ideal del yo; en la culpa, del lado
del super-yo.
Esta
sociedad por un lado produce el declive del pudor, pero por otro lado
el auge de una vergüenza inconsciente, inconfesable. El ejemplo
paradigmático es el “reality
show”,
la realidad como show, el show de la realidad. Dos textos de
sociología aclaran el horizonte : La
sociedad del espectáculo
de Guy Debord (1967), que es un clásico, y La
sociedad de la transparencia
de Byung-Chul Han (2013), un texto muy reciente.
Ya
en 1967 Debord deja claro que vivimos en una
sociedad del espectáculo,
espectaculista. Toda la vida social se anuncia como una inmensa
acumulación de espectáculos. Publicidad, propaganda, información,
consumo de diversión: éste es el modelo de la vida dominante. Todo
se vive como una “representación”. La vida humana queda reducida
a mera apariencia. Lo que es bueno aparece, lo que aparece es bueno.
Todo lo real ha de hacerse imagen. El espectador queda hipnotizado,
totalmente alienado. Cuanto más mira, menos vive. El espectáculo
refuerza su aislamiento. La sociedad del espectáculo está compuesta
por una multitud de espectadores solitarios ante las múltiples
pantallas. El espectáculo consiste básicamente en la exhibición de
la mercancía. Occidente domina sobre el resto del mundo en tanto que
sociedad del espectáculo, imponiendo la ecuación “Bien =
mercancía”. La sociedad capitalista, es decir, la sociedad de la
mercancía, degrada el ser en tener y el tener en aparecer. La
mercancía coloniza la vida social. El espectáculo no es un
suplemento. Es el corazón del irrealismo
propio de la sociedad del hiperconsumo.
El
sociólogo coreano Han afirma en un texto reciente que vivimos en la
sociedad
de la transparencia,
de la hiperinformación, de la hipercomunicación, la
hipervisibilidad, la
era de la post-privacy.
Al fin y al cabo la privacidad no siempre ha existido. Es un invento
histórico. Parece haber llegado a su fin. La obsesión de la
actualidad es que la información debe circular. Y ese movimiento es
un movimiento de una envergadura bestial: hay una masa de información
creciente que pulula. Hoy en día se reclama efusivamente la
transparencia. No obstante, Han dice que el alma humana necesita
esferas en las que pueda estar en sí misma, sin la mirada del otro.
Reivindica el derecho al secreto, a la alteridad. Defiende una
actitud de distancia. Por ejemplo, en la política, es necesario el
secreto, porque es el ámbito de la estrategia. Una transparencia
total paralizaría la política. En el amor es necesario el secreto,
para respetar la alteridad del otro, para conservar el misterio del
otro, la atracción hacia el otro, el amor. La sociedad de la
transparencia es una sociedad pornográfica. Hace de todo una
mercancía –mercancía desnuda, sin secretos, entregada a una
devoración inmediata. En el conocimiento es necesario, si no el
secreto, por lo menos un menos de información, para producir un más
de saber. Hay que tener, como decía Nietzsche, una voluntad de
ignorancia. Vivimos, dice Han, en la tiranía de la visibilidad, en
una sociedad de la confesión, del desnudamiento permanentes.
La sociedad de la transparencia es evidentemente una sociedad del
control; vivimos en un panóptico digital...
Han
sostiene que esta sociedad de la transparencia pretende desmontar
cualquier tipo de negatividad, uniformarlo todo, alisarlo todo,
convertirse en una sociedad positiva. Asistimos, según Han, a la
muerte de la dialéctica.
En facebook
uno solo puede clicar sobre “me gusta”. No puedo poner: “no me
gusta”. La sociedad de la positividad pretende domesticar y
positivar todo. Por ejemplo, el amor: los individuos ya no quieren
enamorarse en el sentido de “caer” enamorados: fall
in love, tomber amoureux.
Meetic promete enamorarse sin caer, sin herirse, sin la dimensión
trágica del amor. ¿Pero hay amor sin caída, sin herida?, se
pregunta Han. Hoy en día aparecen en nuestra sociedad las
enfermedades del exceso de la positividad: el cansancio y la
depresión.
El
discurso psicoanalítico participó inicialmente del ocaso del pudor.
Propuso desvelar cosas que jamás anteriormente habían sido
desvelados. Hay fragmentos del autoanálisis de Freud, en la
Interpretación de los sueños que uno no puede leer sin ruborizarse.
El análisis invita al sujeto a abandonar el pudor en el diván,
exponer su intimidad. Al hacerlo el sujeto desvela su castración, se
confronta con la falta. El análisis hace pasar mucha vergüenza,
provoca un prolongado proceso de destitución subjetiva. Esto es lo
que da a la cura su dimensión trágica. Pero las dos destituciones
subjetivas, la vergüenza que se pasa en el psicoanálisis y la
vergüenza fuera del análisis, son diferentes. Fuera de análisis,
la destitución subjetiva es salvaje. En cambio en el análisis, la
destitución subjetiva está acompañada por la elaboración de un
saber nuevo y el sujeto cuenta con el sostén de la transferencia. En
el análisis, la vergüenza disminuye, al admitir finalmente el
sujeto una modalidad de goce propia; y finalmente la transparencia
encuentra un límite. En Cause
et consentement,
Miller da la siguiente metáfora: en cada sesión es como si el
analizante pasara por la aduana. Siempre tiene cosas que declarar;
siempre se da cuenta de que se ha dejado algo sin declarar, se siente
culpable y lo trae a la sesión siguiente. Pero al final del
análisis, Miller dice que el sujeto se permite pasar la aduana sin
declarar todo. Se autoriza a ello. En cierto sentido pone un fin a la
transparencia.
Se
podría decir que en el psicoanálisis el sujeto puede prescindir de
la vergüenza a condición de servirse de ella. Es decir, el
psicoanálisis lacaniano no es ni un selfie
ni una terapia del orgullo.
Pone un límite, no obstante, al dominio y al dolor de la vergüenza.
Aligera
el peso de la vergüenza
permitiendo extraer un saber nuevo, permitiendo reconocer detrás de
la impotencia lo imposible, permitiendo al sujeto asumir su falta en
ser y acceder a la dignidad del deseo.